
Cuando se prendieron las luces del Luna Park, lo primero que hice fue buscar a mis amigos entre la multitud para darles un abrazo. En ese momento no encontré otra forma para expresar lo que había acontecido hacía breves minutos, esa reacción primaria fue lo que pude enhebrar mientras intentaba mantener mi masa encefálica en su lugar. Con el cuerpo extenuado luego de casi tres horas de show, lo único que cabía en mi cabeza era una pregunta de difícil respuesta. ¿Cómo describir lo vivido el Jueves 2 de Noviembre a alguien que no estuvo allí? Una tarea ardua, casi como describir un sabor o un color. Son experiencias empíricas que exigen más sensaciones que palabras.
En perspectiva, una reunión de este calibre no tiene demasiados precedentes en el género. Ver a músicos cruciales en el desarrollo del Heavy Metal sobre el mismo escenario no es algo que haya que dar por sentado, y ese rumor de epopeya se colaba entre la gente que pasadas las 20 hs. comenzaba a llenar el Luna Park. Los muchachos de Lorihen tuvieron la poco envidiable tarea de aquietar a las fieras. A su favor, gran parte del público de los germanos ya está familiarizado con la música de Emiliano Obregón y compañía. Tuvieron una idea interesante: presentarse en formato de dúo acústico, una práctica que se vuelve cada vez más usual dentro de su repertorio en vivo. Desconozco si en esta decisión hubo algún tipo de injerencia desde la organización, pero resultó en una propuesta eficiente. Competir en el campo eléctrico con lo que se avecinaba, era tratar de pelear contra la marea.
A las 21hs puntuales los corazones se detuvieron y el arpeggio disonante de “Halloween” dio comienzo a la velada. Los alemanes tomaron por asalto el escenario, de punta a punta Markus, Sascha, Dani, Weikath, Kiske, Deris y Hansen interpretaron el primer gran opus de la noche. Comenzar un concierto con una cancion de 13 minutos no es para cualquiera, mucho menos aún reversionar la obra con dos cantantes en simultáneo. Ver a Michael y a Andi mirarse con camaradería mientras compiten por destrozar los micrófonos fue una revelación total, como bien indica la canción “…hay magia en el aire”. De ahí en mas, la noche fue una montaña rusa de emociones incontenibles, de las mas variadas y sinceras.
Hablemos del señor Andi Deris, un trabajador incansable del rock cuya energía encendió la brasa tibia en la que se había convertido el conjunto alemán hacia principios de los ‘90s. Con su voz curtida en whiskey supieron retomar la gloria de antaño y ese arduo trabajo se vio reflejado en el setlist. Más allá de sus dúos vocales con Kiske, canciones como “I Can” o “Sole Survivor” explotaron en las gargantas de los fanáticos. Y es que muchos de los asistentes se criaron con un Helloween comandado por Andreas, quien es dueño de una simpatía y un carisma gigantesco la hora de interactuar con el público. Comanda el ataque con la autoridad de los titanes, sin interponerse en la performance de sus compañeros pero teniendo bien en claro que su lugar como frontman es inapelable.
Por sobre todas las cosas, Deris es sabio: comprendió que más allá de que hoy en día EL sea amo y señor del micrófono, la historia no sería correcta sin el monumental capítulo escrito por la garganta de Michael Kiske. Andi fue el mejor aliado del pelado, quien llegó discutido y se fue en andas ¿Quién puede discutir siquiera por un segundo con las notas mágicas que Kiske alcanzó en el último instante de “I Want Out”? Pelearse con la grandeza es inútil.
Después de muchos amagues en Unisonic, Michael por fin se hizo cargo de su parte en el legado inmenso de Helloween. Con autoridad y – aun más importante – una sonrisa, nos regaló interpretaciones inolvidables como en “Livin’ Ain’t No Crime” o “I’m Alive”, una canción que describe a la perfección el presente del alemán. Con su humor característico, se permitió reflexionar sobre el tiempo y el destino, “Antes tenía una larga cabellera rubia y cara de niña. De chico siempre quise parecerme a Elvis pero termine como Rob Halford. That’s life…”. Los aplausos y los cálidos cánticos futboleros no se hicieron esperar.
Los momentos individuales fueron celebrados, pero los duetos entre ambos cantantes se robaron el corazón del Luna Park. Tanto en el azote Speed Metalero de “Halloween” como en las caricias de algodón de “Forever and One”, esas gargantas hermanadas fueron más que la mera suma de las partes. Esa comunión no hubiese sido posible sin el alma mater de las calabazas, Michael Weikath, quien mantuvo viva la llama de la banda durante sus peores momentos y cuyo esfuerzo culmina en esta gira monumental. Sumemos a la ecuación al tipo al cual le debe la vida todo el Power Metal europeo, el amo de las siete llaves y los riffs, el señor Kai Hansen. Quedará en las retina de los afortunados presentes una imagen de epopeya: Hansen de rodillas sosteniendo la flying v roja con el estadio rendido a sus pies. Un dios caminando entre mortales.
En el pico adrenalínico de la noche, Seth y Doc – los personajes animados que guían el recital y que sirven de presentación a cada canción- nos transportaron hacia 1985 para derribar a puñetazos los muros de Jericó. Es una lastima que Hansen solo interprete tracks del debut en formato medley, pero vaya que esas canciones son poderosas. Los riffs de “Starlight” o “Ride the Sky” suenan hoy en día con más vehemencia y furia que nunca. Hay una energía primitiva que emana de aquellos primeros pasos del Speed Metal, una agresión sin compromisos pero cargada de melodías memorables. Fuimos afortunados de poder experimentar un poco de ese acero añejo.
Las memorias serán abundantes. Desde Michael Weikath acomodándose un testículo con esa cara seca que lo caracteriza, a Markus Grosskopf danzando con su sonrisa bonachona mientras destrozaba el bajo. Las charlas en español con Andi Deris, que hizo las veces de traductor de Michael Kiske a la hora de interactuar con la gente. Más de uno enjugó lágrimas durante el homenaje a Ingo Schwichtenberg, un baterista fundamental que marcó el pulso de la banda en su momento de mayor éxito. Los recuerdos se amontonan como si de una reunión de viejos amigos y familiares se tratase, esa es la química que fluyo sobre el escenario, un álbum de fotos repletos de abrazos y sonrisas que resultan imposibles de fingir.
Pocas bandas tienen la espalda para celebrar su legado de la manera en que Helloween lo está haciendo con su gira “Pumpkins United”. Sobre el escenario llevan a cabo un verdadero aquelarre metálico, a lo largo y ancho del “Palacio de los deportes” podía respirarse esa magia en el aire. ¿Cuántas leyendas puedan darse el lujo de re visitar todas las etapas de su carrera de manera gloriosa? En la banda parece haber una conciencia común, un entendimiento tácito sobre lo que cada miembro representa para la historia de Helloween. Desde Michael Weikath como líder histórico hasta Dani Loble como el integrante más novel, todos son fundamentales para el relato mágico de las calabazas.
Ahora bien ¿Qué significó verdaderamente esta visita de los germanos? En primera instancia, una celebración completa de su obra y el legado de la misma. En un plano secundario – pero no tanto- la celebración de un género como el Heavy Metal, asentado sobre bases antiguas que pueden agrietarse bajo el peso de su historia. Lo de Helloween no fue un canto de cisne, fue un alarido demoledor que demuestra que puede reivindicarse la magia de antaño sin morir en una melancolía vacía y sin sustento. El milagro de la vigencia pero también del paso de antorchas hacia una nueva generación que, con recitales como los del Jueves 2 de Noviembre, tiene asegurado el asombro. Ese asombro por la mística que rodea al género, esa electricidad indescriptible que pareciese no poder sobrevivir a la modernidad. Kai Hansen, Michael Weikath y todo el equipo parecen opinar diferente. Los riffs, las luces brillantes, los globos y la fiesta son a temporales.
Galería de Fotos:
Cronista: Ian Undery
Fotógrafo: Juan Baracaldo
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