
Candlemass es una auténtica institución dentro del metal ‘de culto’ en general. Sin ser ni por asomo un grupo de charts históricos, tampoco les tocó el encabezar festivales multitudinarios en Europa. Lo de ellos reside en ser un estandarte innegable del doom metal, no por ser la banda más popular del subgénero (el menos popular del metal todo), sino por haberle dado nombre a toda una corriente y mantener una carrera sumamente respetada y saludable. Su legado es intachable. Desde el monolítico debut con Epicus Doomicus Metallicus en 1986, al refinamiento de su estilo en trabajos como Nightfall (1987), Ancient Dreams (1988) y Tales of Creation (1990), rozando la perfección artística, los liderados por Leif Edling han sabido mantenerse vigentes y relevantes dentro de un género en constante expansión. A pesar de infinitos cambios de formación, reuniones, separaciones y demás, la credibilidad de Candlemass jamás estuvo en juego. No es casualidad.
En 2016 algunos pocos elegidos fuimos testigos del primer desembarco del combo oriundo de Estocolmo en nuestro país. Aquella noche prometía ser para el recuerdo pero extrañamente, para un servidor, dejó gusto a poco. Tal vez una desdibujada formación, con Mats Levén a la cabeza, sumada a una apenas correcta lista de temas y la más que llamativa ausencia de Edling, se combinaron para truncar -al menos en parte-, un show histórico y memorable. Pasados 9 años, de la mano de una formación ultra-sólida que incluye distintos miembros de los discos más clásicos, sin olvidar la crepuscular voz de Johan Langquist, vocalista del clásico álbum debut, y con la excusa de celebrar sus 40 años de trayectoria, la banda sueca se presentaría nuevamente en Buenos Aires.
Un frío jueves de septiembre las hordas del metal lento y arrastrado se dieron cita en el Roxy de Palermo. Una tímida cantidad de asistentes crecía poco a poco mientras las charlas y las cervezas circulaban con cada vez más frecuencia. Pasados algunos minutos de las 20hs Ararat rompió el silencio para entregarnos una potente muestra de su stoner / sludge / doom cargado de frecuencias bajas y densidad. El dúo formado por Sergio CH en bajo y voces y Gastón Gullo en batería logró captar la atención del respetable a fuerza de riffs pesados, baterías contundentes y voces hipnóticas. Las atmósferas creadas por el bajo distorsionado de CH se ganaron sus merecidos cabezazos de parte de propios y ajenos, dejando un clima de disfrute total, ideal para recibir el plato fuerte de la noche.
Aproximadamente a eso de las 21:20 se apagaron las luces y la intro «Marche Funebre» dio lugar a la euforia que nos produjo el demoledor riff de «Bewitched». El éxtasis fue total. La banda se lucía al desgranar tremendo clásico, acompañados por el ferviente apoyo del público, destacándose particularmente la voz y la onda de Langquist y el icónico solo de guitarra de Lars Johansson (sólo le faltó el yeso, jej). Sin perder tiempo, «Dark are the Veils of Death» y su teatralidad, dió lugar a otro esperado clásico: «Mirror Mirror», de lo más coreado de la noche. Le siguió «Under the Oak», una gema directamente extraída del álbum debut. En este punto vale hacer un repaso la formación del grupo en sí. Langquist le imprimió un gran toque a su interpretación, entre lo operístico y cierto tufillo a Ronnie James Dio que se deja apreciar. Edling no dejaba de marcar el rumbo de cada canción con su ineludible bajo, como el director musical que es. Mappe Björkman y Johansson se reparten las labores de guitarras con gran fluidez y oficio. Por último, el batero Jan Lindh no falla un solo golpe, el sonido general lo acompaña y su batería cobra el protagonismo que merece según que momento de la canción corresponda, igual que en el disco. Realmente se lució. Por suerte para cortar con tanto pseudo-análisis arremetieron con «Dark Reflections». Uno de los riffs más hijos de mil putas de todo el metal. El pogo, los saltos y demás no se hicieron esperar, dejando unos cuantos cuellos salidos de sus ejes. De aquí en más el repaso por la gema absoluta que es Epicus Doomicus Metallicus se hizo menester. Así pasaron bombas atómicas como «Demon’s Gate», «Crystal Ball» (inolvidable versión) y una monstruosa «A Sorcerer’s Pledge», dejando tal vez el punto más alto de la noche. Entre ellas se coló la nuevita «Sweet Evil Sun», tema título del más reciente disco de los suecos, lanzado en 2022.
Con una excitación que pocas veces he sentido en recitales, con mis amigos nos preguntábamos qué más podría faltar en este antológico show. A los pocos segundos de volver al escenario los músicos hicieron sonar aquel himno de 1987, «The Well of Souls». Esa épica y grandilocuente oda a Indiana Jones drenó la energía restante de los presentes, dejándonos a merced de la maldad pura de «The Bells of Acheron» y la ingenua reflexión de que ni en nuestros más locos sueños esperábamos escuchar tremenda canción en vivo. Entre infinitas (bueno, no tantas) caras de felicidad llegó el tiro de gracia que todos esperábamos, «Solitude». Las palabras huyen al intentar describir lo que desata esa simbólica composición en la carne y el alma de uno. El disfrute se mezcla con el recuerdo de vivencias tal vez no del todo felices en los que Candlemass formó parte de la banda sonora de nuestras vidas. Y así, sin más, el histórico show llegaba a su fin. Y no se podía pedir más, era inconcebible. No tenía lógica siquiera evocar un atisbo de otro final para una noche realmente mágica. Candlemass había entregado todo y más. Estuvieron a la altura de la leyenda y borraron de un plumazo toda duda, si es que hubiera. Una noche para el recuerdo.
Por Boris Bargas
PH: Cuervo Deth